- Nº de páginas: 158 págs.
- Encuadernación: Tapa blanda bolsillo
- Editorial: BRONTES
- Lengua: CASTELLANO
- ISBN: 9788415171669
¡Qué mala suerte la de nosotros los mortales! Estamos aquí
por un breve período, no sabemos con qué propósito, aunque a
veces creemos percibirlo. Pero no hace falta reflexionar mucho
para saber, en contacto con la realidad cotidiana, que uno existe
para otras personas: en primer lugar para aquellos de cuyas sonrisas
y de cuyo bienestar depende totalmente nuestra propia felicidad,
y luego para los muchos, para nuestros desconocidos, a cuyos
destinos estamos ligados por lazos de afinidad. Me recuerdo a
mí mismo cien veces al día que mi vida interior y mi vida exterior
se apoyan en los trabajos de otros hombres, vivos y muertos, y
que debo esforzarme para dar en la misma medida en que he recibido
y aún sigo recibiendo. Me atrae profundamente la vida frugal
y suelo tener la agobiante certeza de que acaparo una cuantía
indebida del trabajo de mis semejantes. Las diferencias de clase
me parecen injustificadas y, en último término, basadas en la fuerza. Creo también que es bueno para todos, física y mentalmente,
llevar una vida sencilla y modesta.
No creo en absoluto en la libertad humana en el sentido filosó-
fico. Todos actuamos no sólo bajo presión externa sino también
en función de la necesidad interna. La frase de Schopenhauer
«Un hombre puede hacer lo que quiera, pero no querer lo que
quiera», ha sido para mí, desde mi juventud, una auténtica inspiración.
Ha sido un constante consuelo en las penalidades de la
vida, de la mía y de las de los demás, y un manantial inagotable
de tolerancia. El comprender esto mitiga, por suerte, ese sentido
de la responsabilidad que fácilmente puede llegar a ser paralizante,
y nos impide tomarnos a nosotros y tomar a los demás excesivamente
en serio; conduce a un enfoque de la vida que, en concreto,
da al humor el puesto que se merece.
Siempre me ha parecido absurdo, desde un punto de vista objetivo,
buscar el significado o el objeto de nuestra propia existencia
o de la de todas las criaturas. Y, sin embargo, todos tenemos
ciertos ideales que determinan la dirección de nuestros esfuerzos
y nuestros juicios. En tal sentido, nunca he perseguido la comodidad
y la felicidad como fines en sí mismos... Llamo a este planteamiento
ético el ideal de la pocilga. Los ideales que han iluminado
mi camino y me han proporcionado una y otra vez nuevo
valor para afrontar la vida alegremente, han sido Belleza, Bondad
y Verdad. Sin un sentimiento de comunidad con hombres de
mentalidad similar, sin ocuparme del mundo objetivo, sin el eterno
inalcanzable en las tareas del arte y de la ciencia, la vida me
habría parecido vacía. Los objetivos triviales de los esfuerzos
humanos (posesiones, éxito público, lujo) me han parecido despreciables.
Mi profundo sentido de la justicia social y de la responsabilidad
social han contrastado siempre, curiosamente, con mi notoria
falta de necesidad de un contacto directo con otros seres humanos
y otras comunidades humanas. Soy en verdad un «viajero solitario» y jamás he pertenecido a mi país, a mi casa, a mis amigos, ni
siquiera a mi familia inmediata, con todo mi corazón. Frente a
todos estos lazos, jamás he sentimientos que crecen con los años.
Uno toma clara conciencia, aunque sin lamentarlo, de los límites
del entendimiento y la armonía con otras personas. No hay duda
de que con esto uno pierde parte de su inocencia y de su tranquilidad;
por otra parte, gana una gran independencia respecto a las
opiniones, los hábitos y los juicios de sus semejantes y evita la
tentación de apoyar su equilibrio interno en tan inseguros cimientos.
Mi ideal político es la democracia. Que se respete a cada hombre
como individuo y que no se convierta a ninguno de ellos en
ídolo. Es una ironía del destino el que yo mismo haya sido objeto
de excesiva admiración y reverencia por parte de mis semejantes,
sin causa ni mérito míos. La causa de esto quizá sea el deseo,
inalcanzable para muchos, de comprender las pocas ideas a las
que he llegado con mis débiles fuerzas gracias a una lucha incesante.
Tengo plena conciencia de que para que una sociedad pueda
lograr sus objetivos es necesario que haya alguien que piense,
dirija y asuma, en términos generales, la responsabilidad. Pero el
dirigente no debe imponerse mediante la fuerza, sino que los
hombres deben poder elegir a su dirigente. Soy de la opinión que
un sistema autocrático de coerción degenera muy pronto. La fuerza
atrae siempre a hombres de escasa moralidad, y considero regla
invariable el que a los tiranos de talento sucedan siempre
pícaros. Por esta razón, me he opuesto siempre apasionadamente
a sistemas como los que hay hoy en Italia y en Rusia. Las causas
del descredito de la forma de democracia que existe hoy en Europa
no deben atribuirse al principio democrático en cuanto tal, sino
a la falta de estabilidad de los gobiemos y al carácter impersonal
del sistema electoral.
Creo, a este respecto, que los Estados Unidos han encontrado
el camino justo. Tienen un presidente a quien se elige por un período lo bastante largo y con poder suficiente para ejercer adecuadamente
su cargo. Por otra parte, lo que yo valoro en el sistema
político alemán es que ampara mucho más ampliamente al individuo
en caso de necesidad o enfermedad. Lo que es realmente
valioso en el espectáculo de la vida humana no es, en mi opinión,
el estado político, sino el individuo sensible y creador, la personalidad;
sólo eso crea lo noble y lo sublime, mientras que el rebaño en cuanto tal, se mantiene torpe en el pensamiento y torpe en
el sentimiento.
Este tema me lleva al peor producto de la vida de rebaño, al
sistema militar, el cual detesto. Que un hombre pueda disfrutar
desfilando a los compases de una banda es suficiente para que me
resulte despreciable. Le habrán dado su gran cerebro sólo por
error;
Le habría bastado con médula espinal desprotegida. Esta
plaga de la civilización debería abolirse lo más rápidamente posible.
Ese culto al héroe, esa violencia insensata y todo ese repugnante
absurdo que se conoce con el nombre de patriotismo. ¡Con
qué pasión lo odio! ¡Qué vil y despreciable me parece la guerra!.
Prefiero que me descuarticen antes de tomar parte en actividad
tan abominable Tengo tan alta opinión del género humano que
creo que este espantajo habría desaparecido con mucho si los
intereses políticos y comerciales, que actúan a través de los centros
de enseñanza y de la prensa, no corrompiesen el sentido
común de las gentes.
La experiencia más hermosa que tenemos a nuestro alcance es
el misterio. Es la emoción fundamental que está en la cuna del
verdadero arte y de la verdadera ciencia. El que no la conozca y
no pueda ya admirarse, y no pueda ya asombrarse ni maravillarse,
está como muerto y tiene los ojos nublados. Fue la experiencia
del misterio (aunque mezclada con el miedo) la que engendró la
religión. La certeza de que existe algo que no podemos alcanzar,
nuestra percepción de la razón más profunda y la belleza más
deslumbradora, a las que nuestras mentes sólo pueden acceder en sus formas más toscas... son esta certeza y esta emoción las que
constituyen la auténtica religiosidad. En este sentido, y sólo en
éste, es en el que soy un hombre profundamente religioso. No
puedo imaginar a un dios que recompense y castigue a sus criaturas,
o que tenga una voluntad parecida a la que experimentamos
dentro de nosotros mismos. Ni puedo ni querría imaginar que el
individuo sobreviva a su muerte física; dejemos que las almas
débiles, por miedo o por absurdo egoísmo, se complazcan en estas
ideas. Yo me doy por satisfecho con el misterio de la eternidad
de la vida y con la conciencia de un vislumbre de la estructura
maravillosa del mundo real, junto con el esfuerzo decidido por
abarcar una parte, aunque sea muy pequeña, de la Razón que se
manifiesta en la naturaleza.